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REFLEXIONES SOBRE LA SINODALIDAD
Parece que el convocado Sínodo de Obispos sobre el tema: ‘Por una
Iglesia sinodal: comunión, participación y misión’ va a suscitar un
interés superior al que suelen tener los asuntos institucionales de la Iglesia
Católica. Interés, esperanza y sobre todo implicación. La palabra clave de la
definición del tema es la de participación”, entendida como implicación de
todo el conjunto eclesial. Si esa participación, tal como se contempla, se
concreta en la realidad, el Sínodo ya no podrá ser denominado “de Obispos”,
será otra cosa, y además muy novedosa en la Iglesia. Cuando se valoran las
posibilidades de éxito del programa participativo es inevitable evocar el
recuerdo del Concilio Vaticano II y la frustración con la que se saldó.
A estas alturas ya no se puede ignorar que el fracaso del Concilio, de las
reformas que contemplaba, fueron el resultado de su carácter no participativo.
Los concilios, y los sínodos de viejo cuño, son elementos del aparato
institucional de un cristianismo encuadrado en Iglesias con una estructura
organizativa, unas normas, unos ritos, unas creencias que funcionan como
aglutinante de la comunidad, unas jerarquías que se auto-asignan autoridad,
unas pretensiones de legitimidad más o menos basadas en una pretendida
tradición apostólica… Pero esa forma de concebir las comunidades o
agrupaciones de seguidores de Jesús de Nazaret no tiene por qué ser
definitiva. Quiero creer que con el transcurso del tiempo se vayan
configurando en el mundo formas más inteligentes y más racionales de vivir
en comunidad el mensaje evangélico y trabajar en serio por la continua
renovación de las cosas humanas en orden a conseguir que la sociedad se
ajuste cada vez más al ideal que el Maestro definía como “el Reino de los
Cielos”.
En el proceso de avance hacia ese ideal no jugó ningún papel positivo
ninguno de los concilios que tuvieron lugar hasta ahora, ni siquiera el
Vaticano II, al que tanto incienso y tanta poesía se le dedicó en su momento
en los círculos progresistas. Por ejemplo, a posteriori y cuando ya se percibía
la decepción por el fracaso de las reformas que se esperaban, aparecían, en
esos círculos, expresiones como:
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El deseo de una Iglesia distinta vivía en el corazón de
muchos…
El Espíritu cultivaba anheladas esperanzas de renovación…
La convocatoria del Concilio Vaticano II supuso una
eclosión de optimismo…
… hubo un tiempo de ilusión…
Vamos a aclarar una cosa: esa esperanza, ilusión, etc. existía sólo en
una pequeña minoría ilustrada y concienciada de miembros de la Iglesia, con
muy poca incidencia y peso social entre la masa del rebaño. Y lo mismo se
puede decir de la frustración que produjo después el parón y desvirtuamiento
de las disposiciones conciliares. Esa frustración y disgusto fue y sigue siendo
vivido solamente por la misma minoría atípica de los que constituimos el
sector crítico del colectivo eclesial. La gran masa de fieles no se enteró para
nada del asunto, y no sintió nada ni antes, ni durante ni después del Concilio,
ni ahora tampoco. El Concilio, todos los concilios, son asambleas cerradas de
varios centenares de obispos que hablan de cosas que la gente no entiende.
Que de los debates conciliares salga un resultado u otro es algo que no
preocupa en absoluto a la mayoría de los católicos. Los que nos interesamos
por estos temas y procuramos informarnos sobre ellos sabemos que un tema
importante del debate en el Vaticano II fue la alternativa entre dos modelos o
concepciones de Iglesia: la que ponía el acento en la
comunión
(basada en la
comunidad de fe y participación en los mismos sacramentos), y la que primaba
lo
jurídico
(basada en la aceptación y el sometimiento a la autoridad
jerárquica que dicta leyes y gobierna a los fieles). El tema era importante, por
supuesto, pero no tuvo ni podía tener ninguna transcendencia ya que la base
eclesial ni se enteró de que existía tal debate. Y no podía saberlo ya que el
aula conciliar en el que se debatía eso era un coto cerrado, una torre de marfil
sin contacto con el mundo; los padres conciliares se lo guisaban y se lo comían
todo entre ellos, y el pueblo cristiano no pintaba nada en todo ese asunto.
Quizá se trabajaba por el pueblo y para el pueblo, pero sin el pueblo. Los
logros teóricos de la Asamblea llegaron al público sólo “a posteriori” y a través
de los documentos conciliares, pero el público católico está tradicionalmente
acostumbrado a no leer. Un altísimo porcentaje de católicos jamás leyó la
Biblia, y los que tienen una bellamente encuadernada en una estantería en su
casa tampoco suelen leerla. Así se explica que muchos católicos practicantes
se sorprendieron cuando se enteraron de que el Papa había dicho que en el
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portal de Belén no había ni mula ni buey. Bastaba con leer los relatos
evengélicos de Lucas y Mateo sobre la infancia de Jesús para saber que allí no
se menciona ninguna mula y ningún buey. Pues bien, una gente que no se
molestó en leer esos breves y amenos relatos, ¿se espera que lean unos
tochos pesados difíciles de entender como la
Gaudium et Spes
y la
Lumen
Gentium
?
Así pues, la teoría de tales documentos es útil solamente si informan a la
gente, y la gente actúa en función de ellos. En caso contrario es como si no
existieran. Que los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI hayan sido
un período de anulación de los logros del Vaticano II es algo que tiene
significado sólo para las minorías que conocían y apreciaban esos logros. El
común de los católicos jamás se enteró de la existencia de tales logros y no
podía reaccionar a su supresión. Lo que la Iglesia enseñaba a los fieles sobre
el Concilio era una propaganda oficial y oficialista que no entraba en
demasiados detalles sobre las aportaciones novedosas y que no establecía la
relación entre los pretendidos cambios y la problemática espiritual y social de
la gente. No es casualidad que lo único que quedó de las reformas conciliares
fue los cambios litúrgicos: la desaparición del latín en la liturgia, la ubicación
del celebrante de la misa frente al público… esas eran cosas visibles,
tangibles; no sería fácil hoy dar marcha atrás en esos cambios pues la gente
ya los asumió. Y sin embargo eso es lo menos importante de las reformas
conciliares; personalmente yo no tengo nada contra el latín ni contra ningún
otro idioma. Y lo que más me extraña en la celebración de la eucaristía no es
la posición del celebrante con relación al público sino la propia existencia de
un celebrante diferenciado del público y segregado de él. Toda la celebración
litúrgica de la misa, incluyendo los dos actos más importantes: la homilia y la
consagración, corre a cargo del celebrante con exclusión del público. En la
homilia él es el único que habla y pretende enseñar, y en la consagración él es
el único que oficia. Al pueblo cristiano sólo se le permite asistir a la ceremonia,
que, por otra parte, es bastante más de lo que se le permite con relación a las
asambleas conciliares, los sínodos diocesanos, las reuniones de la Conferencia
Episcopal y los cónclaves de elección papal.
Al hablar del escaso o nulo impacto de las disposiciones conciliares sobre
el colectivo eclesial no hay que minusvalorar el caso excepcional de América
Latina. Allí se desarrolló una Teología de la Liberación que, sí, intentaba
ligar el espíritu de renovación que emanaba de la Asamblea conciliar con la
vida y la problemática real de las personas. La forma en que fue abortada esa
experiencia es un ejemplo típico de la colaboración del aparato jerárquico
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eclesial con los poderes económico y político del sistema para conservar la
injusta realidad existente. Una vez más la Iglesia institucional se prestó a jugar
el papel de factor ideológico al servicio de las clases dominantes.
Por lo demás, la desconexión entre las discusiones conciliares y la vida
de la gente es tradicional en la historia de la Iglesia. Para no sobrecargar esta
argumentación con demasiados ejemplos citaré sólo uno, el de una señalada
ocasión perdida de autoreforma de la Iglesia. Me refiero al período entre el
Concilio de Constanza (1413-1418) y el Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1445).
En algunos libros de historia ambos concilios son considerados como uno solo.
El intento de reforma de la Iglesia era un asunto interno, tan interno que
concernía sólo a los padres conciliares. El llamado “Cisma de Occidente” era
algo que afectaba sólo al alto clero. Los cristianos de los diversos territorios
del occidente europeo no sabían cuál de los dos o tres papas existentes
simultáneamente era más legítimo que los otros y tampoco comprendían nada
de las diferencias que pudiera haber entre ellos, ni sabían, ni les importaba, a
cuál de ellos estaban sometidos jurisdiccionalmente. La solución interna que se
dio el Concilio de Constanza, aparte de destituir a los tres papas y elegir uno
nuevo, fue la doctrina llamada “conciliarismo”. Según esa doctrina, el Concilio
es superior en autoridad al papa. El Concilio sería como una asamblea o
parlamento permanente y el papa vendría a ser como un rey constitucional,
representante de esa Asamblea y sometido a ella y a sus decretos. La idea era
interesante y viable, de hecho, ese es el caso de los modernos parlamentos
nacionales y sus respectivas constituciones. Además, el asunto funcionó
durante algún tiempo: varios sucesivos papas de ese período se acomodaron a
ese esquema. Cuando en 1431 la Asamblea conciliar se reunió en Basilea,
aquello no fue considerado un nuevo concilio sino como la segunda temporada
del anterior, en aquella ocasión para afrontar la reunificación con los cristianos
de Oriente. Esta reunificación no fue tan exitosa como la de Occidente, pero el
mayor fracaso fue que en las sesiones conciliares recuperaron el control de la
Iglesia las fuerzas más tradicionalistas de la institución, favorables al poder
monárquico absoluto del papa. En Florencia, última sede del Concilio, se puso
fin al “conciliarismo” y se consagró el poder absoluto del Pontífice de Roma.
Lo que interesa destacar aquí de ese fracaso del conciliarismo es que el
pueblo cristiano no reaccionó en absoluto al retroceso que significaba ese
paso. De hecho, los católicos europeos ni siquiera se habían enterado de que
durante 32 años habían vivido bajo un régimen eclesial diferente. Ni la
aprobación del conciliarismo ni su supresión significó nada para la gente
común; eso era algo que afectaba solamente al alto clero de la Iglesia. De lo
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que ocurría en las aulas conciliares de Constanza, Basilea y Florencia se
enteraban sólo los obispos que estaban allí dentro. Ocurra lo que ocurra en
esos antros, la gente lo ignorará y no actuará en función de ello. Muy
diferente sería la situación que se produjo en Europa un siglo más tarde, con
ocasión de la Reforma luterana. Cuando Martín Lutero clavó en la puerta de la
catedral de Wittenberg, y luego dio a la imprenta, el documento con sus
famosas 95 tesis, estaba haciendo algo cuya importancia posiblemente ni él
mismo comprendía del todo: estaba recurriendo al pueblo, al verdadero
protagonista de la Historia, estaba rompiendo una tradición eclesial de más de
un milenio de ninguneo del pueblo, una tradición que secuestraba en las aulas
conciliares la discusión de asuntos que concernían a todo el pueblo, y
secuestraba también las Escrituras confinándolas en los idiomas antiguos que
la gente no comprendía. Con todo eso rompía el agustino alemán y recurría al
pueblo para que este tomara en sus manos los asuntos que le concernían, y la
existencia y desarrollo de la imprenta fue un factor que posibilitó la expansión
de las nuevas ideas al público. La jerarquía eclesial, fiel a su método
tradicional, intentó sustraer del ámbito popular la discusión de las cuestiones
abordadas por las 95 tesis y confinarlas en el claustro de alguna sede conciliar.
Con razón los colectivos populares que habían asumido las reformas
propuestas por Lutero protestaron (de ahí viene el término protestante”) por
el intento de marginarles de la toma de decisiones sobre asuntos que les
afectaban. Sabían que la costumbre de “la casa” era sustraerles el debate y
dejar que unos centenares de obispos decidieran por toda la cristiandad.
Decidieron abandonar tal “casa” hasta que ésta se dote de procedimientos
más transparentes y participativos, cosa que no ha ocurrido aún después de
casi cinco siglos.
En efecto, la transparencia y la participación popular siguieron estando
ausentes en la Iglesia Católica como se ve el sistema de elección de los papas.
Hoy, cuando los gobernantes de las naciones son elegidos en votaciones
públicas e investidos en sesiones parlamentarias cuyos debates son
transmitidos en directo por televisión, la única innovación modernizante
introducida en el método de la última elección papal, cuyo formulismo tiene
más de siete siglos de antigüedad, fue el uso de unos colorantes químicos
para que fuera s neta la diferenciación del humo blanco o negro emitido
por la chimenea tras las votaciones. Por lo demás, en la elección intervienen
sólo unas decenas de cardenales, y para colmo, el papa elegido de esa
manera es el único con poder para nombrar a los nuevos cardenales y a todos
los obispos del orbe.
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¿Qué hacer? La clave es la publicación; es esencial recurrir al pueblo,
informarle, convocarle, para que él se haga el protagonista de su propia
liberación. En realidad, ese era el “modus operandi” de Jesús de Nazaret:
dirigirse a las masas populares. Y lo hacía utilizando un lenguaje sencillo y
didáctico que las masas pudieran comprender. Las parábolas y los sermones
de Jesús eran muy comprensibles e iban rectas al corazón de la gente. El
problema del discurso actual de la Iglesia es que el culto que se imparte en
esta institución va destinado a gente que todavía conserva algún tipo de
vínculo con una cierta forma de práctica religiosa convencional: bautizos,
bodas, funerales… la misa dominical en el mejor de los casos, pero todo ello
desligado de un compromiso de verdadera evangelización en el sentido
original del término. Parece que después de cinco siglos nuestra jerarquía
eclesial no aprendió nada; después de la rdida humana que supuso el
proceso de la Reforma en el siglo XVI, la Iglesia perdió a los intelectuales en el
siglo XVIII, a los obreros en el XIX, a la juventud en el XX. Y ahora, en el siglo
XXI es visible el proceso de pérdida de las mujeres. Se celebra lo que parece
una favorable actitud del actual papa en relación a diversas reformas para
afrontar esta problemática. Pero el hecho de que se especule sobre la actitud
e intenciones de una sola persona indica hasta qué punto la institución eclesial
aleja el poder decisorio de las masas interesadas en su propio destino para
ponerlo en las manos de individuos que se creen inspirados y asistidos por el
Altísimo para disponer sobre cosas que atañen a millones de personas sin
contar con ellas.
La liberación popular de la tutela clerical debe ser pareja de la que el
pueblo tiene que conseguir también con relación al poder económico y su
lacayo el poder político. La Reforma promovida por Lutero prosperó incluso
contra la voluntad de él mismo, que la quería tener bajo control, limitándola a
un movimiento religioso. Su éxito radicó en que, sin percibirlo él mismo, las
ideas religiosas que expuso evocaban una igualdad evangélica que constituían
la negación del sistema feudal imperante. La entonces naciente burguesía y
los campesinos, aunque con contradicciones entre ellos que se saldaron en la
guerra campesina necesitaban emanciparse ideológicamente del poder y la
enseñanza eclesial que había consagrado durante muchos siglos el poder
feudal, y las ideas de Lutero cuestionaban el Magisterio y la autoridad eclesial,
de ahí la oportunidad histórica de su aparición. Pues bien, esta Iglesia que
parece no aprender nada de la historia, y que no vacila en traicionar el espíritu
del Evangelio cuando así conviene a sus intereses, se consagra al apoyo
ideológico de un sistema capitalista basado en la explotación de millones de
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seres humanos y la liquidación de derechos y conquistas sociales que había
sido muy doloroso conseguir. Por eso se ha de unir la reivindicación de s
democracia, igualdad y participación en la Iglesia, con de más democracia,
igualdad y participación en la sociedad. Algo así como una Teología de la
Liberación a escala planetaria. La tarea es difícil pero las cosas no estaban
mucho mejor cuando Jesús lanzó su mensaje liberador. Se trata de revivir el
carisma que impulsó a las primeras comunidades cristianas. Saber encarnar las
profundas aspiraciones de la humanidad y buscar sólo el Reino de Dios y su
justicia.
Un factor que puede hoy dinamizar el asunto es Internet, un instrumento
de intercomunicación horizontal que no existía en la época del Concilio
Vaticano II. Hoy podemos intercambiar informaciones y opiniones con
cristianos de América Latina, de otros países europeos, de otras diócesis de
nuestro país… Si el pueblo, la base eclesial, toma conciencia de su vocación de
construir el Reino de Dios al que Jesús convoca, los obispos conservadores
no podrán bloquear la participación de los laicos en el proceso sinodal, y
pueden no ser la última palabra de ese proceso. Ya vimos que cuando la
jerarquía controla el proceso, sinodal o conciliar, el resultado final no es una
Teología de la Liberación. Jerarquía y comunidad eclesial no suelen estar
en la misma onda; la primera intenta siempre controlar a la segunda. La
jerarquía no ejerce el rol del Buen Pastor, es, fue siempre, un instrumento de
control ideológico de la comunidad al servicio del sistema dominante. Ya vimos
las limitaciones y el alcance del tipo de asambleas sinodales y conciliares de
viejo cuño. Si no hay una democratización real en el funcionamiento de la
estructura eclesial, a todos los niveles, jamás nuestra Iglesia podrá ser el
factor de misión que evoca el título del sínodo que se convoca. La misión, o
es la realización del proyecto de Cristo Libertador o no es nada. Él dijo que no
había venido a traer paz al mundo. Sabemos que no estaba propiciando la
violencia y las guerras: quería decir que su mensaje evangélico es un potente
revulsivo, un purgante capaz de poner patas arriba los sistemas injustos y
renovar la faz de la Tierra. Es a la realización de ese plan a lo que la
comunidad de sus seguidores es convocada. ¿Coincide esa convocatoria con la
que se hace para el nuevo Sínodo?
Faustino Castaño
Gijon, diciembre - 2021