eclesial con los poderes económico y político del sistema para conservar la
injusta realidad existente. Una vez más la Iglesia institucional se prestó a jugar
el papel de factor ideológico al servicio de las clases dominantes.
Por lo demás, la desconexión entre las discusiones conciliares y la vida
de la gente es tradicional en la historia de la Iglesia. Para no sobrecargar esta
argumentación con demasiados ejemplos citaré sólo uno, el de una señalada
ocasión perdida de autoreforma de la Iglesia. Me refiero al período entre el
Concilio de Constanza (1413-1418) y el Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1445).
En algunos libros de historia ambos concilios son considerados como uno solo.
El intento de reforma de la Iglesia era un asunto interno, tan interno que
concernía sólo a los padres conciliares. El llamado “Cisma de Occidente” era
algo que afectaba sólo al alto clero. Los cristianos de los diversos territorios
del occidente europeo no sabían cuál de los dos o tres papas existentes
simultáneamente era más legítimo que los otros y tampoco comprendían nada
de las diferencias que pudiera haber entre ellos, ni sabían, ni les importaba, a
cuál de ellos estaban sometidos jurisdiccionalmente. La solución interna que se
dio el Concilio de Constanza, aparte de destituir a los tres papas y elegir uno
nuevo, fue la doctrina llamada “conciliarismo”. Según esa doctrina, el Concilio
es superior en autoridad al papa. El Concilio sería como una asamblea o
parlamento permanente y el papa vendría a ser como un rey constitucional,
representante de esa Asamblea y sometido a ella y a sus decretos. La idea era
interesante y viable, de hecho, ese es el caso de los modernos parlamentos
nacionales y sus respectivas constituciones. Además, el asunto funcionó
durante algún tiempo: varios sucesivos papas de ese período se acomodaron a
ese esquema. Cuando en 1431 la Asamblea conciliar se reunió en Basilea,
aquello no fue considerado un nuevo concilio sino como la segunda temporada
del anterior, en aquella ocasión para afrontar la reunificación con los cristianos
de Oriente. Esta reunificación no fue tan exitosa como la de Occidente, pero el
mayor fracaso fue que en las sesiones conciliares recuperaron el control de la
Iglesia las fuerzas más tradicionalistas de la institución, favorables al poder
monárquico absoluto del papa. En Florencia, última sede del Concilio, se puso
fin al “conciliarismo” y se consagró el poder absoluto del Pontífice de Roma.
Lo que interesa destacar aquí de ese fracaso del conciliarismo es que el
pueblo cristiano no reaccionó en absoluto al retroceso que significaba ese
paso. De hecho, los católicos europeos ni siquiera se habían enterado de que
durante 32 años habían vivido bajo un régimen eclesial diferente. Ni la
aprobación del conciliarismo ni su supresión significó nada para la gente
común; eso era algo que afectaba solamente al alto clero de la Iglesia. De lo